sábado, 10 de noviembre de 2018

Mi primer viaje


De pequeña el primer viaje era a casa de mis abuelos, toda vez que en el vientre de mi madre, y no muy aceptada, tuve que salir de esa casa. Eran épocas de aceptar las suertes, de tener a la hija, aun siendo una niña o de aceptar un amor que apenas se había consumado, el de mis padres, entre la duda de su adolescencia juventud, lo precoz de una hija sin apenas tocarse, unos 19 años maternos inocentes y desesperados con aquello en su vientre que no saldría hasta los nueve meses.
Violencias, incomprensiones, celos, lágrimas y hasta un intento de suicidio el primero, de otros tantos, que luego sonarían a relaciones, amores incomprendidos, entrega total, decepciones, nuevos intentos…
Para mi corta vida, era un gozo dormir en el pecho de mi padre, luego sus visitas, y luego de la fuga… ya en casa de mi abuela… escuchar una moto llegando a casa de abuela, quien aceptaba más el buen hombre que era mi padre a sus ojos (hermoso y proveedor), que los atavíos ignorados de su hija ante el mal amor que yo perpetúo en la pareja ideal de tíos, tías y propia... sin proponerlo.
Él ya no tuvo la aceptación de pareja, dejó de ir; ella selló en mutismo su dolor y dejó crecer a su hija con la compañía paterna vacaciones tras vacaciones… Primaria, aquí y allá en Granma, secundaria y pre en Holguín, Universidad y Servicio Social en Pinar del Río… noviazgo y matrimonio, familia y casa en La Habana.
Mi abuela vivía, digamos que en un pueblo pequeño, pero con todo el glamour que los años de la década prodigiosa podía regalar, la revolución en sus años de conquista o la vida que nunca Celia dejaba morir por esos lares, hasta el silencio de su deceso.
Estadio enfrente, juegos y espectáculos deportivos nacionales, un bosque pequeño, mar… mar… mar…

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