De pequeña el primer viaje era a casa de mis abuelos, toda
vez que en el vientre de mi madre, y no muy aceptada, tuve que salir de esa casa.
Eran épocas de aceptar las suertes, de tener a la hija, aun siendo una niña o
de aceptar un amor que apenas se había consumado, el de mis padres, entre la
duda de su adolescencia juventud, lo precoz de una hija sin apenas tocarse,
unos 19 años maternos inocentes y desesperados con aquello en su vientre que no
saldría hasta los nueve meses.
Violencias, incomprensiones, celos, lágrimas y hasta un
intento de suicidio el primero, de otros tantos, que luego sonarían a
relaciones, amores incomprendidos, entrega total, decepciones, nuevos intentos…
Para mi corta vida, era un gozo dormir en el pecho de mi
padre, luego sus visitas, y luego de la fuga… ya en casa de mi abuela… escuchar
una moto llegando a casa de abuela, quien aceptaba más el buen hombre que era
mi padre a sus ojos (hermoso y proveedor), que los atavíos ignorados de su hija
ante el mal amor que yo perpetúo en la pareja ideal de tíos, tías y propia... sin proponerlo.
Él ya no tuvo la aceptación de pareja, dejó de ir; ella
selló en mutismo su dolor y dejó crecer a su hija con la compañía paterna
vacaciones tras vacaciones… Primaria, aquí y allá en Granma, secundaria y pre
en Holguín, Universidad y Servicio Social en Pinar del Río… noviazgo y
matrimonio, familia y casa en La Habana.
Mi abuela vivía, digamos que en un pueblo pequeño, pero con
todo el glamour que los años de la década prodigiosa podía regalar, la
revolución en sus años de conquista o la vida que nunca Celia dejaba morir por
esos lares, hasta el silencio de su deceso.
Estadio enfrente, juegos y espectáculos deportivos nacionales,
un bosque pequeño, mar… mar… mar…
No hay comentarios:
Publicar un comentario